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El mundo de Joaquín Sabina

Leyendo el prólogo escrito por Luis García Montero, del libro “cientos volando de catorce” , ... te haces con uno de los retratos de Sabina con un perfil lo más parecido a su persona…

Enhorabuena Luis García Montero por estas palabras, que me permito reproducir a continuación para que las saboree el lector de este blog “tras las huellas de Sabina”, dado que con esta senda se encuentra una pista certera de sus senderos, sembrados con sus obras, que llegan a dibujar con mucha precisión su personalidad... 

Disfrutarlo, ya que seguro podreis conocer al Joaquín Sabina de verdad y porque ha sabido dejar ese poso relleno de poemas en el corazón de muchas personas, entre las que me incluyo..



“… Los poetas y los cantantes son poco partidarios de las realidades previsibles, quizás porque nada es menos previsible que la realidad. La moral del pájaro en mano, de al pan, pan, y al vino, vino, puede ser un buen medio para hacer negocios a costa de los demás, incluso un método para ahorrar en la factura de las decepciones y los fracasos, pero nunca un modo de conocer la realidad, siempre llena de matices, de arenas movedizas, de sentimientos inevitables y contradictorios, de imaginaciones,y miradas inquisitivas. La obviedad es el disfraz de la mentira, la negación de las preguntas deseables. Tampoco se trata de acomodarse en la retórica de los sentimientos absurdos, tan facilota y previsible como las certezas utilitarias de los ahorradores espirituales. Los sueños líricos no deben apartanos de la vida, sino enseñámosla por dentro o sea, recordarnos que, por mucho pájaro que se tenga en la mano, hay ciento volando en el aire de la realidad, nuestro aire, la dimensión flexible de las calles, con sus soles nocturnos y sus lunas color de saxofón o de mediodía.

Como los potas y los cantantes son poco partidarios de las realidades previsibles, juegan a desordenar los papeles de la representaión. El poeta Gabriel Celaya, junto con Amparo Gastón publicó un libro titulado Ciento volando (1953), con el deseo de buscar canciones en los vientos de su musa.

El cantante Joaquín Sabina publica ahora otro Ciento volando, con la intención de buscar sonotes, la forma reina en las tradiciones de la poesía escrita. Aunque llegados a este punto, conviene aclarar las cosas, porque estos caminos paradójicos sirven para destacar las relaciones decisivas que siempre hubo entre la canción y la poesía, pero no valen para encauzar este prólogo. Joaquín Sabina es cantante y poeta. Por ajustar más: no un cantante metido a poeta, sino un poeta metido a cantante.

Al estudiar algunas revistas literarias de los años sesenta, en su libro Literatura en Granada. (1898-1998), el profesor Andrés Soria Olmedo se encontró en Tragaluz con los versos de Joaquín Martínez Sabina, joven letraherido y “aún ignorante de que llegaría a ser un cantautor famoso”. El poeta soñaba un futuro más libre con el optimismo vigoroso de las revueltas universitarias:

Cuando no sea el dolor
sino la dicha
de mirarse dos rostros
dulcemente
y no haya cordilleras de cemento
sino la paz menuda de la higuera,
cuando no tengamos que inventar esquinas
donde los besos crezcan,
cuando no pague impuestos ningún sueño
ni haya séptimos pisos para amarse…
entonces, cuando el amor tan sólo,
será todo más fácil.



Al lado de su guitarra, Joaquín Sabina atesoraba voluntad y lecturas de poeta en la Granada universitaria y antifranquista de los años sesenta, y con ellas se fue al exilio londinense para huir de la policía española y encontrarse con la música de Bod Dylan y de los Rolling Stones.

Sus saberes literarios, sus lecturas de Quevedo o de César Vallejo, le facilitaron los recursos imprescindibles para escribir algunas de las mejores canciones de la segunda mitad del siglo XX, pero también le hicieron comprender las diferencias que hay entre un poema y una canción. En su libro Joaquín Sabina. Perdonen la tristeza, Javier Menéndez Flores recuerda la época londinense del cantante, un tiempo de supervivencia callejera, activismo político y formación artística. Al publicar el poemario Memoria del exilio (1976), en el que recoge buena parte de las canciones que formarán inventario, su primer disco, Joaquín Sabina escribe un prólogo para dejar claras las intenciones: “No me engaño sobre estos textos, fueron escritos para ser cantados. Me temo que leídos resulten desabridos como puchero de pobre; echan de menos la voz y la guitarra. El exilio y la impotencia son culpables de que se editen en forma de libro… Creo en la canción como género impuro, de taberna, de suburbio; por eso amo el blues, los tangos, el flamenco. Mis canciones quieren ser crónicas cotidianas del exilio, del amor, de la angustia, de tanta sordidez acumulada que nos han hecho pasar por historia…”

Esta conciencia de los tonos diferentes exigidos por el poema y la canción no supone un orden jerárdico, un privilegio valorativo a fabor de alguno de los dos mundos. No nos engañemos, porque Joaquín respeta demasiado a la poesía, y no está dispuesto a jugar la partida hipócrita del cantante de éxito que cambiaría sus discos, su público y su fama por un plato de musas solitarias y purísimas. Aunque sea costumbre desear lo que no se tiene, quien haya asistido a un concierto de Sabina en la Plaza de Las Ventas puede comprender sin dificultad que el cantante no está en condiciones de despreciar su trabajo. Hay pocos espectáculos tan emocionantes como la complicidad vital que se da entre este peregrino de la noche que ajusta cuentas con el mundo, rebelde hasta el pliegue final de su conciencia, y una multitud decidida a corear sus carreras ante los toros del tiempo, la muerte, las renuncias y los diversos disfraces de la policía.

Una canción capaz de emocionar y de definir sentimentalmente la historia de tres generaciones es algo que debe tomarse muy en serio. Y Joaquín Sabina se ha salido muchas veces con la suya, por la capacidad que tiene de convencer con sus historias; sus imágenes y sus palabras.

Sobre la fama, la solidad, las palabras, la literatura y la música, habé mucho con Joaquín cuando publiqué su libro De lo cantado y sus márgenes (1986), una selección de poemas y canciones, en la colección Maillot amarillo. Junto a Rafael Alberti, Javier Egea y Benjamín Prado, poetas que habían publicado también en la colección, hicimos algunas presentaciones literarias, inolvidables para mí, porque dieron pie a noches de verdadera exaltación y amistad. Las alegrías inolvidables son las que suben el volumen de la realidad y hacen más intenso el presente, mientras no empujan hacia el destino con una melancolía optimista. El sentido del humor es un relámpago vital que ilumina la palabra hoy, pero tiene siempre sus raíces en el pasado, en la relación íntima que cada uno establece con su propia historia. Tengo la impresión de que ahora me tomo tan en serio aquellas risas de los años ochenta, porque entonces supimos bromear sobre lo que nos esperaba después a cada uno, intentando responder de nuestros pasos en la tierra con una clara conciencia de nosotros mismos. Maestro y amigo, Rafael Alberti era un deslumbramiento que había descendido de los libros y de la mitología española para sentarse con nosotros a cenar, pedir una copa, discutir de poesía y hacer presentaciones poéticas. Como la fama de Joaquín era ya irresistible, entre bromas y veras, con un cariño que no impedía cierta rivalidad ante el público, Rafael murmuraba mientras nos dirigíamos al recital: “ahora vendrá Sabina con la guitarra y se llevará todos los autógrafos y todos los aplausos”.

Saber perfectamente qué significa una figura literaria como la de Rafael Alberti, no le ha impedido a Joaquín definirse en su orgullo de cantante, seguro de sí mismo, de su repercusión pública y del ámbito que ocupan sus palabras. No siente ninguna nostalgia de la luz que flotaba sobre su destino en los años de estudiante universitario: la vida tal vez apacible, y tal vez intensa, de un profesor de literatura, autor de libros de poesía, publicados en ediciones de dos mil ejemplares. No, Joaquín Sabina no juega a discutir la musa de sus discos, sus conciertos y sus multitudes. La comprensión clara de las diferencias que hay entre un poema y una canción no le ha llevado a establecer rivalidades artísticas entre géneros, sino a conocer bien las exigencias íntimas de cada actividad, sus recursos y sus tentaciones. Le gusta leer buena poesía y oir buenas canciones; y sabe cómo se elabora un buen poema o cómo se escribe una buena cación. La hermandad no implica confusión de caracteres.

El lector de Ciento volando encontrará el mundo del cantante Joaquín Sabina, pero convertido ahora en soneto. Durante años ha condensado sus soledades, sus indignaciones y sus alegrías en el domicilio particular de los catorce versos. Joaquín vive en el soneto con ojos de farero, vigilando la vida cotidiana desde la altura de sus noches, en una tarea que se desdobla entre las luces públicas y las sombras privadas, o entre las luces privadas y las sombras públicas, mitad aviso para navegantes, mitad diálogo con las melancolías del corazón. Y cuando Joaquín Sabina utiliza la palabra corazón, no sólo se refiere a la historia de sus sentimientos, sino a una lealtad vital, con implicaciones generales, que no debe pasar de moda, aunque los otoños doren la piel y ya no resulte necesario viajar al Norte en trenes sucios.

El mundo de Joaquín es real y matizado porque surge de la melancolía para desembocar en los impulsos irónicos. El vitalismo de sus consignas procura darle la vuelta a los relojes y a las palabras. Cuando camina, lo mismo que cuando baila, no hace otra cosa que soñar con los pies, perseguir en los horizontes de la lentitud un argumento seductor para defender la prisa. Y Joaquín resulta convincente porque su mundo personal es fruto de una experiencia colectiva, recuerdo de unos años en los que había que correr para escaparse de la mediocridad, la sopa triste, la moral de las mesas de camilla y los argumentos asumidos a golpe secreto de renuncias personales:



Mi infancia era un cuartel, una campana
y el babi de los padre salesianos
y el rosario ocho lunes por semana
y los sábados otra de romanos.

Ese mundo sórdido, al que no se querría volver nunca, está dentro de nosotros, nos ha hecho forma parte de nuestra alma, pertenece a nuestras risas y nuestras lágrimas. Como estamos fabricados de tiempo, la melancolía brota en el jardín de los asuntos difíciles, sobre todo si se han vivido los años triunfales de una época de derrotas. Se trata de luchar con los paisajes enfermos del pasado, pero sin desconocer la espesura sentimental de su vegetación. La inmovilidad y el olvido son dos caras de la misma estafa. Hay que viajar por los recuerdos con lealtad íntima y lucidez pública, convirtiendo el autorretrato en un ejercicio de lejanía y comprensión, es decir, de quietud interesada en desembocar en un impulso. Las exaltaciones vitales de Joaquín no son castillos en el aire, sino la respuesta meditada a una experiencia colectiva. La melancolía inteligente procura escapar al mismo tiempo de las ingenuidades y de las traiciones, del dogmatismo paralizador y de las renuncias, porque lo que está en juego es esa habitación de hotel, con la cama deshecha y los grifos abiertos, que llamamos presente.

Conviene mezclar risas y lágrimas, lucidez y sentimiento, para ajustar cuentas con los propios sueños sin darle ventajas al enemigo. Así lo afirman estos versos de una de sus canciones:

Nada de margaritas a los cuerdos.
Hay que correr más que la policía,
para bailar el vals de los recuerdos,
llorando de alegría, llorando de alegría.

Una apuesta que define también el sentido del tiempo y la vitalidad de estos sonetos:

Doble o nada a la carta más urgente
sin código, ni tribu, ni proyecto,
mi futuro es pretérito imperfecto,
mi pasado nostalgia del presente,
no tengo más verdad que la que arrasa
corrigiendo las lindes de mis venas.
Por diseñar castillos sin almenas
perdí, otra vez, las llaves de mi casa.

Como el lector podrá comprobar, la mitología levantada por esta aceleración tampoco se salva del examen de conciencia. La visión crítica de los mundos adocenados y las costumbres muertas es oportunamente acompañada por un espejo desacralizador.

El héroe de la aventura se ve obligado a reconocer sus cicatrices. Sin admitir los abismos que hay en las verdades propias, nadie es verosímil al pintar las mentiras ajenas.

Personaje infinitamente desdoblado, Joaquín Sabina se vigila a si mismo por encima del hombro cuando escribe, cuando canta y cuando abre o cierra la puerta de su cuarto:

Soy uno prescindible, otro insensato,
seis cara, cinco cruz, trece dependen,
nueve que no se venden tan barato,
siete que ignoran más de lo que aprenden,
ocho que cuando atacan se defienden
y dos que escriben por pasar el rato.

Pegados a la existencia en el amor y en las iras, en los valores abstractos y en los detalles cortesanos, en los homenajes de amistad y en las polémicas hirientes, los versos de Joaquín Sabina, siguiendo la lección de los sonetistas del siglo XVII, cruzan por las calles de Madrid, entran en las alcobas, saltan por las ventanas de los palacios, se marchan con el barro de las plazas, cuelgan sambenitos, prestan atención a los rumores de los papeles volanderos, olfatean las noticias del viento, regalan cielos e infiernos y , entre soledades y abrazos, retando a duelo o acariciando hermosas cabelleras, componen una crónica de la realidad a través de los quevedos del poeta. Las consignas vitales de sus ojos, enredadas en los embelecos de la noche y en los corros de las esquinas, se hacen estilo, anáfora, rima interna, alteración, enumeración, paradoja, manipulación de las frases hechas y arte de las correspondencias sentimentales en los quiebros imprevistos.

La pintura que Joaquín Sabina está haciendo de nuestra época es una melodía de doble filo, porque ilumina la soledad que hay en una sonrisa, el hogar que se esconde en una habitación de hotel, los pecados que arden en la firmeza de los puritanos, las mil ciudades que veven en cada ciudad, los mil y un abrazos que caben en un solo abrazo, el humo de las pasiones apagadas, las tabernas del mar, la espuma de las noches.

A Joaquín Sabina habrá que fusilarlo con balas de juguete. Él sabe por qué lo digo.

Mientras reúno un pelotón de cómplices a los que no les tiemble el pulso, tarea cada vez más difícil, yo me limito a despedirme de él y del amable lector de este prólogo con su disparo en forma de soneto. Los versos apuntan al corazón; están hechos con la pólvora republicana de mi admiración y mi amistad:

Mon frére

Vive quinientas noches en un día,
se disfraza de rayo y de pregunta,
enciende al elegir con quién se junta
la sombra de una mala compañía.
No admite su mester de juglaría
más balazo que el sol cuando despunta.
siempre pone un soneto donde apunta
con el rifle de la melancolía.

Por sus canciones cruzan las ciudades,
las historias de amor, las soledades,
los malditos de buenos sentimientos.
Baudelaire con guitarra madrileña,
Joaquín Sabina escribe lo que sueña
en la rosa canalla de los vientos.


@Luis García Montero.

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