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¿como es Sabina, en el siglo XXI?

Se dice que Joaquín Sabina está a un paso de arrimarse a su último toro y a dos de cortarse la coleta. Pero no hay que creerlo. El bardo se irá con su música a otra parte: abandonará el fulgor de los escenarios para refugiarse entre las butacas del teatro. Es normal, afirman los agoreros, que la jubilación le llegue tan pronto a un tipo que lleva más tiempo en la calle que la mitad de las aceras.




Sabina se hizo visible hace apenas unos decenios, cuando Madrid se sacudía la modorra dictatorial y sus portales trocaban los haces de flechas por el descaro de la movida. Desde los tiempos de La Mandrágora, un diminuto sótano madrileño en donde no cabía el humo de los cigarros, Sabina ya le canta a la capital, a la luna y a las chavalas con la insubordinación del cantautor.



En la hirviente atmósfera de la taberna, con barba oscura y largo pelo negro, el trovador acumulaba en su casillero un breve exilio inglés que le confería un doble prestigio de intelectualidad y cosmopolitismo. Había lanzado piedras contra los grises en Granada, había huido a Londres sin pasaporte y había pedido asilo político. Sin embargo, entre los codazos de la barra primaba su leyenda de libertino vividor sobre la de perseguido político. Él lo confirma: siempre antepuso el canuto, la novia inglesa y la cantina a la disciplina, las asambleas y las manifestaciones.



A partir de entonces instaló su ataúd en Tirso de Molina, dejó crecer sus colmillos y se entregó, por el atajo de los excesos, a una vida vampírica. Se acostaba al amanecer en una ciudad y anochecía en otra distinta. Dormía con el cigarrillo prendido entre los labios para asegurarse de que despertaría. No tenía más equipaje que su guitarra. Jamás perdía la oportunidad de follar y de su boca colgaba un ripio cuando se aproximaba la falda corta. Se convirtió, en suma, en uno de esos tipos que a deshoras conocen más de cuatro burdeles y dos aeropuertos en los que te sirven copas en cualquier momento.



No me atrevería a un juicio crítico de su obra, pero es evidente que Sabina entona sus letras después de hacer gárgaras con una mezcla de lluvia y aguardiente. Pocas voces rotas, en el panorama patrio, se han elevado por encima de la multitud con tanto grisú. Sus detractores más vulgares afirman que los autobuses verdes de La Sepulvedana imitan su estilo derrapando en las curvas de los andurriales de Vallecas. Pero a pesar de sus cuerdas vocales de madera, Sabina se ha batido como el albatros en el aire narrando la crónica sentimental del tiempo que le ha tocado vivir.





En su reprochable trayectoria de insurrecto se sublevó contra los críticos, desobedeció a los mecenas, ignoró a los inquisidores, burló a los admiradores por cuenta ajena y eludió a la corte de matasanos que se infiltraron en el camerino con la intención de limitarle el tabaco, restringirle el alcohol e implantarle un marcapasos. Sigue, punto por punto, las reglas del manual del perfecto insurgente: no se conforma con cantar la vida, además quiere vivirla.



Ahora, en este siglo XXI, vestido como una raspa de pescado, con una perilla que le cae como una bufanda sobre el eco de su rostro exhausto, se ha ataviado una vez más con los pantalones pitillos, la chaqueta, el chaleco y el bombín. Por más que digan, y a pesar de su terminal aspecto de bohemio Brandomín, a Sabina sólo le podrán jubilar los gusanos carroñeros.

@opinión de Elizabetha publicada en 3djuegos.com

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